Pedro Gutiérrez Moya : “El niño de la Capea”
Es el Lazarillo de esta historia salmantina, que si no necesitó re-editar la picardía, sí tuvo que usar la sabiduría, la voluntad y la tenacidad de aquél, para caminar en el mundo y llegar a ser y a vivir como lo que parecía: un gran torero de época. Pero …………….dejémosle a él que nos lo cuente a su manera ……
“…. Pues si es verdad, que como dice Plinio “no hay libro, que por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena”, pienso yo otro tanto de la vida; que no hay vida por vulgar que parezca que no tenga enseñanza que aprender de ella. Y, pues quiso a Dios, que prolongara la mía más allá de lo que en este oficio mío suele hacerse, póngome de rodillas dispuesto a recibir bendiciones o sopapos, según merecimiento que considere conveniente el buen lector, para contar lo mejor que pueda de ella y los hechos más sobresalientes que me acontecieron.
Sepan Vuesas Mercedes, que aunque hay papeles señalando que vine al mundo en el barrio Chamberí de Salamanca, mi nascimento, como el de mi primo y paisano Lázaro de Tormes, ocurrió o se completó en la escuela taurina de mi barrio a la que apodaban “La Capea”, que así llamaban a aquel lugar de Acogimiento de niños traviesos o poco dados a las disciplinas escolásticas; y por gratitud o porque es verdad que un hombre lo es tanto de donde nace como de donde se hace, me tomé el sobrenombre de “niño de La Capea” para honrar aquél tiempo de cambio de pololos a calzonas, de cara de piel lisa a otra con espinillas y pelusillas y en el que el crecimiento de brazos y piernas es tan rápido que no da tiempo a la cabeza a saber que tiene debajo un hombre que adaptar a la vida. Allí, empujando la tora para otros, ensayando yo, o desenredando y liando los utensilios toreriles, me vino a la rutina el saber que iba para torero.
A los 17 años, pareciendo a mis maestros que estaba suficientemente enseñado y que era ya hora de rendir exámenes públicos y orales, como es costumbre antiquísima en mi tierra, me pusieron a novillear con todo lo que se movía en ese ambiente. Fui así presentado en Salamanca, y traído a la “corte” en aquellas justas que llamaron “de la oportunidad” donde me encontré peleando con personal tan variopinto como aquél demonio vestido de plata que se denominaba “Platanito” y sobre todo con mi convecino Julito Robles, aficionado también a estas lides. Gustaba al personal una pretendida rivalidad con él, pero aunque no disgustaba mi manera de entender el oficio, las glorias se las llevaba el otro; tengo que confesar en secreto que yo también envidiaba y admiraba aquella suavidad de sus maneras, aquél porte de señorito y aquél espíritu de poeta con el que vivía y toreaba. Así que, aunque intentamos seguir el dicho popular “Sin lid ni ofensión, ninguna cosa engendró natura”, tomé en consideración los gustos de la gente, y sin necesidad de que me entrara la inteligencia por el precio de una cabezada contra el toro del puente, como ocurrió a mi primo Lázaro, decidimos cambiar los pecados de parroquia a ver si en otras tenía menos penitencia y me puse en manos de los Chopera que a la sazón conducían por otros caminos dejando las peleas entre ellos y ajenas a mí.
Me despedí de mi madre con palabras y sentires idénticos a los de Lázaro que tengo a bien traer a esta colación:
”Cuando estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia en su contento, decidió irse de allí, y cuando tuvimos que partir y fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me dio su bendición y me dijo:
Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno y Dios te guíe. Criado te he, y con buen amo te he puesto, válete por tí .……
Y allá me fui con mis nuevos promotores a tierras del Norte, a Bilbao, donde me armaron “caballero” de alternativa teniendo como padrino a quien más me gustaba en mis afanes, a Don Francisco Camino, al que imité y del que aprendí todo lo bueno que después haya podido salir de mí. La ceremonia me salió bien; en aquella arena que se me antojó oscurecida por el humo de tantas fábricas, gustaron mis lances; me sentí prohijado de nuevo, y tan dichoso que creí vencido el maleficio de mi tierra; así que volví a los pocos días a ella, a la villa próxima de Zamora adonde podían asomarse los míos para aplaudir y hacer lisonjas de este recién toricantano. ¡Iluso de mí!, esta vez mi tierra, quiso saber de qué color era mi sangre y a fe que se la enseñé con abundancia.
Mis tutores sin embargo no daban tregua; como eran de Bilbao entendían los oficios por números y cantidades, así que no hubo turno de convalecencia y en ese primer año de novatadas ya llegué a hacer hasta 54 correrías por esas plazas de Dios. Y sin tiempo para el resuello, a galope de aires me llevaron a América, a enseñar que Salamanca no solo recibe educandos sino que hace intercambio de convivencias. Allí me llegué, y cuál no sería mi sorpresa, que fue en aquella tierra, particularmente en México, donde me sentí más querido, arropado y lisonjeado que en ninguna otra donde se hayan posado mis pies. Aunque mis comienzos siguieron la biblia gitana – mi primer toro se fue bailando al corral en música de viento -, viví esa experiencia americana tan dichoso, que si nací matador de toros en Salamanca bien puedo decir que torné a ser torero de alma en México.
Mi cara de niño, acorde con el nombre que me acartelaba, junto a mis deseos de agradar y el afán con el que sazonaba mis intervenciones, debían de publicar las carencias de la orfandad desnuda por mis años de institución, y con ella despertaba anhelos de acogimiento y premios de consuelo allá donde toreaba. Además, barbilampiño como era, despertaba confianza con esa imagen, la más contraria a la de los fieros conquistadores españoles de siglos atrás, más temidos como odiados, rechazados por memorias viejas, y que ahora se silenciaban porque tocaban y se trocaban en tiempos de hermanamiento entre ambas tierras; hermanamientos tan repetidos como poco duraderos.
Ya hecho al vértigo de los números, desde el año siguiente de mi alternativa y durante 5 años, mis “amos y yo” hicimos los esfuerzos por tenerme a la cabeza de los oficiantes a esta profesión de matarifes de alcurnia; que si no fueron seguidos ha de culparse a este débil cuerpo mío que entre sangres y magulladuras se me escaparon contratos firmemente apalabrados. Yo entonces toreaba todo, las enseñanzas de la escuela no me costaban ponerlas en práctica, y como Dios no me había dotado de sensibilidad especial ni buen gusto, intentaba compensar con valentía y honradez las esperanzas que se habían puesto en mí. Decían que toreaba fácil, que era dominador pero demasiado rápido, que todo lo hacía bien pero que era siempre lo mismo, y que aunque valeroso y seguro con todo tipo de castas, el animal terrible que sentaba en los tendidos tomaba mis desvelos a bostezos y mis sudores a aburrimiento.
Nunca pude, aquí en España, quitarme ese misterioso “pero” que tanto afeaba mi calificación. El caso es que en América el personal me enmarcaba entre los grandes: ¡tan bueno como Camino! ¡el mejor después de Manolete! ¡La mejor faena de la Monumental de México!, etc.., y que incluso aquí en Madrid había podido mirar desde cerca y por 4 veces el techo de la Puerta Grande de las Ventas. Los pasquines escritos unas veces a tinta, otras a humos de pajas, y la mayor de las veces a licor de maravedíes, nunca fueron enemigos míos, al contrario, iban dejando huellas de mi paso y hablando de faenas de las que – según ellos – había que hacer recuerdo de obligado cumplimiento como si de promulgaciones papales se tratase. De esta manera, cabezas como las de “Corvas Dulces”, “Delicioso”, “Guitarrero”, “Piropo”, “Manchadito” o “Cumbreño”, decoraban casas como bulas escritas, empeñadas en que me sintiera figura. Ellos y Ellas, han contribuido mucho a mis empeños. Por ellos toreé aquello que llamaban ganado difícil en terrenos comprometidos, que así me gané fama de buen lidiador.
A estas alturas mi carácter como mi toreo se había vuelto más templado, sabía doblar al toro de inicio para imponer el mando, y había aprendido a largar y acompañar la fiereza de su embestida alrededor de mi cintura para cargar la suerte sin poner demasiado al aire la femoral. Mis juicios me decían que hacía las cosas bien. Que mi habilidad, valentía e inteligencia quedaban por encima de la fiereza del animal. Como desde nacimiento me faltó el don de la pinturería, hice mía y añadí a mi repertorio aquella suerte de Victoriano de la Serna que llamaban “pase de las flores” y que estaba huérfana de apellido; tenía la esperanza, como así ocurrió después, que pasara a la historia como la “capeína” para perpetuar memoria de inventor. Me harté a hacer méritos y a enseñarlos a los que mandaban en asuntos de las bolsa en esto de la torería, pero al ir a cobrar volvían a repetirme que estaba muy visto y que era la hora (¡la malahora!) de “toreros de sensibilidad” a los que no me podían equiparar porque no llenaba plazas como ellos. Y yo, vuelta a ms ideas a competir con todos y a compararme. No pasó figura en esos años 15 años de mis andanzas de corto con la que no entrara en competencia. Conmigo se midieron los Manzanares, los Viti, Robles, Rincón, Ojeda, Joselito, Espartaco, y un largo etcétera, amén de todas las figuras de América y especialmente mejicanas de la época: Manolo Martínez, Jorge Gutiérrez, Eloy Cavazos, etc.,. Los números – cerca de las 1.800 corridas toreadas – y las memorias atestiguarán que nunca quedé el último y estuve muy cerca del primero.
Mi andanza fue siempre lo más eficiente, formal y honesta que pude. Mis compañeros gustaban de mi honradez y hasta me nombraron Presidente de la Asociación de Matadores, novilleros y rejoneadores. Esto lo recibí con la misma devoción que si me hubieran puesto de Santo, pues a la par que a ellos se hace nuestra vida tan dura y sacrificada.
Con el tiempo aprendí a perder el miedo al toro a pesar de tener mi piel y mis huesos bastante tatuados de sus cabezas, pero contra lo que puede parecer le había empezado a tomar miedo al público. Manías de viejo pensé para mí.
Así que en 1988, oliendo ya mi alejamiento de tanto miedo y tanta correría, convencido de que sería para siempre un buen torero de España y grande de América que había llevado al nuevo mundo las enseñanzas salmantinas, me tomé el desafío de lidiar en solitario y en Madrid el monstruo de 6 cabezas que escondía Victorino Martín en el casi recién estrenado predio de Extremadura. Locura me dio o coraje de mí mismo para entrar en rabia contra mi destino. Pero uno es tan débil a los pecados de la carnes como al humo de los sueños, y yo tenía por tal ser grande en España. La apuesta me salió favorable. Quiso la suerte que se cumpliera el refrán de “No hay quinto Malo” y que “Cumbrerillo” – que así de fino se llamaba mi contrincante – se dejara tirar de las orejas sin que debiera reprimenda.
¡Dichosa fecha aquella del 28 de junio de 1988 en la que escarnecido de caireles y alamares paseé por 5ª vez el cielo de Madrid a lomos de “capitalistas”!. Y no parando ahí la fiesta, creo que cuajé la mejor temporada de mis andanzas taurinas y plazas como Sevilla o México otra vez, me titulaban como el más poderoso, y hasta mi tierra Salamanca adonde fui para despedirme, hizo casquería para agasajarme. Yo, ¡quién lo diría unos años atrás! triunfando en la tierra que tantas veces se me había mostrado tacaña y esquiva. Cuánta razón, tenía Lagartijo el Grande en su sentencia de que “hasta el rabo todo es toro”, harto de saber que hasta el final no hay que perder la esperanza. ¡Por milagro tuve que no me volviera loco de tanto entusiasmo y me declarara Rey del Mundo! Para mí que lo que había pasado es que después del triunfo ante el público de la corte, ya no me cortaba el público de otros coros, y que eso me permitió descargarme de todos los saberes acumulados desde mi escuela salmantina, y los que luego tomé de mis colegas, que muchos tuve, y de los que fuí aprendiendo hasta sentirme enciclopedia taurina más que torero de postín.
Había dado palabra de retirarme y así lo hice, pero era palabra de cabeza, no de corazón que aún me movía los pulsos cada vez que algo me sonaba a torería. Quise ahogar mis nostalgias criando toros y jugueteando festivales pero ¡necio de mí!, lo que más echaba de menos no era el mugido del toro sino el gritería del público, de aquél monstruo que me amedrentaba y gozaba con la misma fuerza.
Los recuerdos pasados se me volvieron anhelos presentes y futuros, y me dejé volver cuatro años más tarde. Mal deseo es querer ser lo que se fue, porque eso jamás vuelve. Málaga me dejó segado de una pierna y cojitranco tuve que salir con vergüenzas de Madrid por no sentirme capaz de ejercer la profesión.
De polizón de mi propia historia volví a México a encontrar mis memorias. Todavía esa tierra me regaló honores durante otros 3 años. Mucho debí de dar a esa afición para que me devolviera tanto bien cuando necesitaba irme queriéndome a mí mismo, sin excesivas añoranzas ni resentimientos. Soy de Salamanca, presumo de charro y mi vida ha acampado aquí, pero juraré ante quien sea que nunca tuve madre tan generosa como México, y que si algo fui lo debo tanto a mi sangre como a sus alientos.
Y si Vuesas Mercedes me lo permiten, daré por empezar a terminar el recuento de esta vida mía, no queriendo dejar maltrecho el saco de sus paciencias ni añadir vinagre ni tristura a sus atareados quehaceres. Escucharme o leerme me ha traído la ventura de sentirme agradecido de lo que tengo, y esa es la mejor lección que he aprendido, y que quisiera enseñar a todos los que han necesidad de esfuerzo propio para vivir mejor de lo que la cuna les trajo.
Como quiera que toqué la fama, y que como pecador humano que soy, desearía prolongarla en mi descendencia, he vuelto a oficiar de torero para dar espaldarazo a dos promesas que he sentido como partes mías. Al malagueño Javier Conde al que sus escorzos me hicieron confundir con arte, y a mi hijo, otro Capea que intenta más mal que bien que el apodo le empuje en el oficio. Seguramente me ha cegado mi pasión de padre, cosa que me parece pecado perdonable. Tampoco mi hija “galleó” lo suficiente para que la dinastía creciera por ese otro costado.
Al final me he quedado de criador de toros bravos, de esas castas de Atanasio que con tanta propiedad corren y recorren el campo charro. Dicen que la vista es lo último que se pierde; así que con la que Dios me conserve, servirá para mirar esas reses y sobre ellas, con el recuerdo o con los sueños, seguiré queriendo ir y triunfar en la Glorieta.
1 Respuesta to “Pedro Gutiérrez Moya : “El niño de la Capea””
12 octubre, 2015
Angela Salgado CarrascoCon cariño y un poco de añoranza leo y avoco aquellos años. Pedro era un » Dios» para mi, por entonces yo vivía en Salamanca y alguna vez coincidía con su hermano Joaquín en algún bar o discoteca, 1974.Nunca tuve la suerte de coincidir con él.Pero claro …Pedro no podía hacer las mismas cosas q. el resto de los chicos de su esa!.Claro q solo así Niño de capea solo existe uno !!.